martes, 5 de enero de 2010

Detrás de la imagen


En pleno apogeo de su período cubista, cuando Picasso brillaba con la máxima magnitud en el cielo de la pintura mundial, a un hoy anónimo multimillonario se le metió en la cabeza que su felicidad no sería completa sin un retrato pintado por el genio. Picasso se negó a la propuesta diciendo que él no era retratista. El candidato a la inmortalidad ni se inmutó ante la negativa y comenzó a presionar sutilmente, es decir con dinero.
Ante cada "no" del pintor, el empresario subía su oferta, hasta que al llegar a una oferta irresistible- digamos, diez millones de dólares de hoy en día- Picasso, que de ingenuo no tenía nada, aceptó, pero con una condición: que durante las tres jornadas que le iba  demandar la tarea el modelo no podría ni siquiera espiar lo que estaba pintando. El trato se cerró inmediatamente.
El primer día el cliente posó durante una hora y media. Al finalizar la sesión, Picasso tapó la tela con un lienzo y se despidió muy cortesmente. Al día siguiente sucedió lo mismo. En el tercer día, mientras el millonario inmóvil oteaba el futuro tratando de esconder la panza, Picasso pintó febrilmente hasta que, en un momento dado, informó que la obra estaba concluída y que ya podía verse. El modelo saltó de la tarima, dió la vuelta y cuando llegó al caballete casi cayó fulminado por un ataque de apoplejía: su imagen mostraba los dos ojos del mismo lado; la papada estaba artísticamente exagerada y del cuello asomaban tres manos que sostenían otros tantos toros llenos de billetes.
En medio del absoluto estupor del retratado, Picasso se le acercó, le dió una palmadita en el hombro y paternalmente, como quien aconseja a un hijo, le dijo: "Y ahora, a parecerse, hombre!".
En publicidad suele pasar algo parecido, pero peor y es que la imagen supera al producto: la promesa básica no se cumple.
Es como en los restaurantes fashion cuyas cartas prometen manjares irresistibles, con platos que suelen comenzar con algún adjetivo tipo “tibios”, o “crocante”, o “en reducción de” y palabritas por el estilo. Y cuando el plato llega a la mesa es un rejunte de trozos no identificados rodeados de unas mínimas verduritas y el todo decorado con artísticos dibujos de una salsa.
No hay nada peor que frustrar a un consumidor con una pobre realidad, porque no volverá a repetir la compra.
Cuando el producto falla detrás de una sobrepromesa, al principio su imagen no se deteriora. Pero cuando la falla persiste durante el tiempo, la imagen_ese bien que suele ser el mayor valor de un anunciante_cae a pique. Luego, y aunque el producto recomponga su calidad rápidamente, será muy duro y caro recuperar su imagen.
Esas catástrofes también ocurren cuando bajo el paraguas de una marca muy exitosa comienzan a guarecerse productos de otras categorías. Es que cada marca tiene una relación de pertenencia a la categoría de su producto y viceversa. Son como una tuerca con su correspondiente tornillo, son pares.
Uno de los peores casos de fracaso de una marca de primera que se identificaba con chocolates y café ocurrió cuando los hijos de sus viejos dueños, entusiasmados por lo que ellos consideraban que habían aprendido de marketing, comenzaron a lanzar productos diversos bajo esa marca.
El último fué una medibacha.
Y el que nunca llegaron a lanzar porque la quiebra los alcanzó antes fué una línea de tampones femeninos.
Y pensar que durante décadas fué la marca paradigmática de chocolates y café…

No hay comentarios: